SERGÉI DOVLÁTOV, escritor
Serguei Dovlatov había llegado con lo puesto a Nueva York en 1980, después de ser expulsado por indeseable de la URSS. Era indeseable porque no se tomaba nada en serio. Como su compadre y futuro Premio Nobel Josef Brodsky, pertenecía a la pandilla de jóvenes escritores surgidos durante el deshielo de Kruschev bajo el ala protectora de la indómita Anna Ajmátova. Como Brodsky, moriría prematuramente (a los cuarenta y nueve). Pero, a diferencia de Brodsky, Dovlatov no tenía publicado un solo libro cuando llegó a Nueva York, a los treinta y siete. Había estado en brazos de la Pasionaria y del castigado Platonov antes de convertirse en un gigante de dos metros de altura, había intentado estudiar letras en la universidad, pero con ese físico y ese carácter le dijeron que o tractorista o servicio militar. Eligió servicio militar, lo mandaron de guardia a un campo en Siberia: pasó más tiempo como recluso que como carcelero. Intentó ser boxeador, cronista de necrológicas, guía en un museo Pushkin en medio del campo, intentó operar en el mercado negro, intentó casarse, y divorciarse, y lo logró, pero nunca logró terminar un libro en la URSS.
En los doce años siguientes, en cambio, escribió doce, todos igual de cortitos, escritos como contra reloj, descaradamente coloquiales y autobiográficos, y después murió tal como había vivido: en un coma alcohólico, a bordo de una ambulancia aullante que intentaba en vano llegar al hospital de Queens. Esos doce libritos, que son una “mezcla perfecta de ácido sulfúrico y elegancia en el patíbulo” (Vonnegut) y están “tallados como poemas, línea por línea, con una sintaxis asombrosamente pura y expresiva” (Brodsky), se escribieron de la siguiente manera: la mamá de Dovlatov y su esposa eran las dos correctoras en la URSS, correctoras de las buenas. La mamá inició en el oficio a la esposa: hacía falta dinero en casa y pedírselo a Dovlatov era lo mismo que nada. Lo hizo en realidad porque le vio el ojo, hay gente que nace con eso, es un don natural, y tanto la mamá como la esposa de Dovlatov lo tenían en alto grado: pescaban al instante lo que no sonaba bien, lo que no sonaba verdadero.
Dovlatov recién descubrió el tesoro que tenía en casa cuando se instaló en Queens. Su esposa había emigrado dos años antes, con la hijita de ambos, harta. El no quiso saber nada con irse, le firmó los papeles de divorcio y salió a festejar con los amigos. Pero al verlas partir desde la terraza del aeropuerto de Leningrado se sumergió en un raid etílico que culminó dieciocho meses después, frente a un coronel de la KGB, que le dijo desde el otro lado del escritorio: “Mire las cosas que le escribe a esta mujer, ¿no se da cuenta de que la quiere? Hágame el favor, acá tiene el pasaporte. Deje de hacer papelones y váyase de una vez”. Dovlatov no quiso irse solo, arrastró a la madre con él y fueron los dos a apiñarse a aquel departamento de Queens donde ya vivían su esposa y su hijita. Los primeros seis meses los pasó deprimido en el sofá (“Mis amigos en Rusia eran todos como yo. La falta de éxito oficial se veía compensada con una morbosa satisfacción: fracasar era nuestra manera de derrotar la estupidez que nos rodeaba. Era lo único que sabíamos hacer bien”), hasta que un día se sentó frente a la máquina de escribir y no paró.
Así empieza la verdadera historia de Dovlatov escritor: cuando se queda sin público, sin los amigotes entre los que circulaban de mano en mano sus cuentos invariablemente rechazados por la censura soviética. Cuando los primeros lectores de sus textos pasan a ser su madre y su esposa, y Dovlatov descubre que nunca lo leyeron así, sin dejarle pasar una, y entiende que tiene que pulir a fondo el personaje para que a su nueva audiencia le suene verdadero, para que lo vean como lo ve él. El personaje a pulir, a hacer verdadero, es, por supuesto, él mismo: el borracho de la casa. Cada página que Dovlatov teclea en su máquina va a manos de la madre, luego de la esposa, que se limitan a decir todavía le falta, él putea por lo bajo, les arranca la página de las manos y procede a reescribirla, y así hasta que el borracho de la casa encuentra el registro justo para contar la historia de su vida, de su familia, de sus amigos, de sus correrías y sus planes invariablemente fallidos.
Uno de esos doce libros de Dovlatov se llama La valija y es una metáfora perfecta de todos ellos: la nena encuentra una desvencijada valija rusa en el fondo del ropero. ¿Qué es esto?, pregunta. “Mi pasado”, dice Dovlatov, y procede a sacar cosas de la valija, y cada cosa es un cuentito, una aventura, una desventura: hay un par de borceguíes robados a un KGB, unas medias verdes de Finlandia que usaba como mitones, una chaqueta que fue de Fernand Léger, una camisa de poplin sintético que fue el último regalo que le hizo su esposa, días antes de partir a América. Cuando Dovlatov la llamó dos años después desde Leningrado para anunciarle que iba para allá, su esposa le preguntó por qué. “Porque el coronel dice que te quiero”, le contestó él. Unas páginas más tarde, termina el libro así: “Y cuando mi tiempo haya terminado, me tocará pararme delante de otra puerta, con una valija barata en la mano, y una voz me preguntará: ¿Qué lleva ahí? Y yo la abriré y diré: Miren. Porque hay una razón, hay una razón para que todo libro tenga forma de valija”.
Dovlatov ya estaba muerto cuando la perestroika permitió que sus libros se publicaran en ruso. Se convirtieron en un clásico instantáneo. Los nuevos comediantes en Rusia, los mafiosos, los periodistas, los escritores, los chicos en las calles, las viejas en las cocinas, todos usan frases de él. Los que lo leen creen que lo conocieron. Los que lo conocieron cambiaron sus recuerdos y los repiten tal como los contó Dovlatov. El puso esta advertencia en uno de sus libros: “Sólo inventé los detalles que no son esenciales. De manera que todo parecido entre estos personajes y seres de la realidad es intencional y malicioso, y toda ficcionalización es accidental e involuntaria”. En otro de sus libros lo dice aún mejor: “Cualquier tema literario presenta tres aspectos: todo lo que el autor quiso expresar; todo lo que supo expresar, y todo lo que expresó sin querer(el tercer aspecto es el más interesante para el lector)”.
Por JUAN FORN, en Página 12
El escritor que se llevó Rusia en una maleta
Deslenguado y socarrón, prohibido y exiliado, Serguéi Dovlátov es el padre de la narrativa rusa contemporánea. Varias editoriales rescatan sus desopilantes novelas
"¡La mayor desgracia de mi vida ha sido la muerte de Anna Karénina!”, manifestó una vez Serguéi Dovlátov, novelista de “natural dulzura y bondad” que era incompatible “con el ambiente circundante, ante todo el literario”. Con estas palabras, Joseph Brodsky recordaba a su amigo, y compañero de exilio, con motivo del primer aniversario de su repentino fallecimiento en Nueva York en un artículo titulado “El mundo es monstruoso y la gente es triste”. En esa nota necrológica, el aclamado poeta añadía que su paisano —ambos crecieron en Leningrado, una ciudad en ese momento ya inexistente— era un escritor que no hacía tragedias de las cosas que le pasaban, “porque la tragedia no le convenía (…). Era admirable sobre todo justamente por su rechazo de la tradición trágica de la literatura rusa”. Con esa confesión sobre cuáles eran sus sentimientos por la heroína de Tolstói, Dovlátov acuñó una de las mejores formulaciones posibles sobre una manera radical de entender vida y literatura como una lúdica simbiosis. Ávido coleccionista de curiosidades y curtido cazador de anécdotas, fue un gran exponente del arte de trasladar las experiencias vitales a las páginas de sus relatos y novelas, teñidos de un escepticismo irónico en el que emerge la absurdidad humorística de la vida y un estoico acatamiento de esa fuerza ajena llamada destino.
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A Dovlátov le estamparon en su pasaporte el sello de salida de la Unión Soviética en 1978, finalmente resignado a convertirse en un escritor en tierra ajena: en La maleta entonó un canto nostálgico a la patria perdida. Decidirse a coger el petate no le resultó fácil, pese a estar continuamente en el radar de la policía secreta —su expediente era “más pesado que el Fausto de Goethe”— y vetado para ejercer cualquier empleo, tras dos arrestos y problemas con “el eterno acompañante del escritor ruso: el alcohol”. En su novela Zapovédnik (hasta ahora inédita en español y recién publicada en España y Argentina con los títulos de Retiro y La Reserva Nacional Pushkin, respectivamente), el alter ego del autor, un tipo socarrón de Leningrado de nombre Borís Alijánov, acuciado por las deudas, recién divorciado e inveterado dipsómano, va en busca de trabajo como guía turístico al museo-reserva consagrado a Pushkin, el poeta ruso por antonomasia, convertido en mito soviético y símbolo de la cultura. Esta suerte de parque temático se encuentra en Púshkinskie Gori, en la región de Pskov, 400 kilómetros al suroeste de su ciudad, esa urbe de “pomposo estilo horizontal” donde “la nobleza es tan corriente como el color enfermizo de la tez, las deudas y una eterna autoironía”. Cuando su exmujer va a verlo para comunicarle su inminente partida a Estados Unidos con la hija de ambos, él trata de justificar por qué no quiere abandonar su país natal, aunque no lo publiquen y sea un autor prohibido, incapaz de ganarse el sustento: “En un idioma ajeno perdemos el 80% de nuestra personalidad. Somos incapaces de bromear, de ironizar”.
Finalmente el pragmatismo se impuso: Dovlátov se instaló en la Gran Manzana, en el barrio de Forest Hills de Queens —donde hace tres años bautizaron una calle con su nombre—, pasó a ser uno de los integrantes de la “tercera ola” de emigrados rusos (junto con Brodsky, Aksiónov, Voinóvich, Limónov o Solzhenitsin) y dejó atrás una vida transitando por los márgenes, desde su nacimiento en 1941 en Ufá (actual capital de la República de Baskortostán), adonde fueron evacuados, durante la Segunda Guerra Mundial, sus padres: ella, actriz armenia (posteriormente, correctora); él, un director judío de teatro. Dovlátov estudió Filología Finlandesa en la Universidad de Leningrado, si bien no llegó a licenciarse. Sirvió en el Ejército Rojo como guardia de un campo de prisioneros en la República de Komi entre 1962 y 1965, experiencia que plasmó en La zona, en cuya primera página se lee esta advertencia: “Cualquier parecido entre los personajes de este libro y personas reales es malintencionada. Toda invención artística es imprevista y casual”. En 1974 se trasladó para trabajar como periodista a Tallin, donde situó las peripecias narradas en El compromiso. De la capital estonia decía que era la ciudad menos soviética de la región del Báltico: “Tallin es una ciudad vertical, introvertida. Observas las torres góticas y piensas en ti mismo”. Durante años, su vida rodó de Oriente a Occidente. En El oficio —novedad editorial en Argentina y de próxima aparición en España— describe sus tentativas fallidas de publicar en la Unión Soviética y recoge una crónica de la andadura, desde su lanzamiento hasta su clausura, de El Nuevo Americano, un periódico del que fue su cofundador destinado al colectivo de emigrados rusos en Nueva York, ciudad que Dovlátov calificaba de camaleón: “La amplia sonrisa de su rostro se transforma fácilmente en una mueca de desdén”.
Sus textos están teñidos de un escepticismo irónico en el que emerge la absurdidad humorística de la vida y un estoico acatamiento de esa fuerza ajena llamada destino
La hija de Dovlátov, Katherine, traductora y editora de las obras de su padre, comenta por correo electrónico que en el centro de sus relatos “están las personas y la condición humana. Sus personajes, estrambóticos y memorables, se revelan por su manera de hablar, ya que en ruso los registros lingüísticos tienen muchísimos matices que dejan adivinar claramente a qué clase social pertenece un hablante y cuál es su nivel cultural”. En cuanto a su relación con The New Yorker, en el que durante su última década de vida vieron la luz una decena de relatos suyos, muy apreciados por los editores del semanario tanto por su humor cáustico como por su estilo lacónico y descarado, Katherine observa: “Mi padre escribía en ruso. El primer relato suyo que seleccionó The New Yorker vio la luz sólo medio año después de que llegara a Estados Unidos. Nunca se planteó escribir en inglés y prefería colaborar con traductores competentes”. Añade la hija de Dovlátov que ha notado un resurgir de la popularidad de la obra de su padre en el último lustro, en especial en Rusia, donde recientemente se ha erigido una estatua en su honor. Hace dos años, el famoso director Stanislav Govorujin estrenó una película inspirada libremente en El compromiso. Alekséi Guerman hijo presentará su filme biográfico sobre Dovlátov este otoño. El estudio de Serguéi Bezrúkov acaba de comprar los derechos para hacer una adaptación cinematográfica de Zapovédnik.
En Nueva York, esa ciudad que, según el autor de La zona, “estaba hecha para la vida, el trabajo, la diversión y la ruina”, la generación de escritores rusos de la década de 1960, todos ellos admiradores de Hemingway, que en su Leningrado natal optaron por un camino creativo radicalmente distinto al de sus antecesores —esto es, ignorar la realidad que emanaba de la vida y de la literatura soviética y recuperar la primera persona del singular—, dos de sus mejores exponentes, Brodsky y Dovlátov, encontraron lo más parecido a un hogar. “Esta ciudad tiene tanta diversidad que llegas a entender que hay un rincón también para ti”, afirmaba este último. “Creo que Nueva York es mi ciudad última, definitiva y final. Desde aquí, uno sólo puede huir a la Luna”.
EL OFICIO
PRÓLOGO
Con cierta inquietud comienzo a escribir. ¿A quién le pueden interesar las confidencias de un escritor fracasado? ¿Qué hay de instructivo en sus confesiones?
Mi vida tampoco tiene rasgos trágicos exteriores. Soy una persona absolutamente sana. Tengo parientes que me aman. Siempre consigo trabajo que me asegura una existencia biológica normal.
Más aún, poseo ciertas ventajas. No me cuesta nada conseguir que la gente esté bien dispuesta hacia mí. Cometí una decena de actos criminalmente punibles que quedaron impunes.
Me casé dos veces, y las dos veces fui feliz.
Por último, tengo un perro. Y eso ya es un exceso.
Entonces, ¿por qué me siento al borde de una catástrofe física? ¿De dónde me viene esta sensación de desesperanzada ineptitud para la vida? ¿Cuál es la causa de mi angustia?
Quiero comprenderlo. Pienso en esto todo el tiempo. Sueño y deseo hacer aparecer el fantasma de la felicidad…
Lamento haber pronunciado esa palabra. Porque las ideas que ella genera son ilimitadas, llegan hasta el cero.
Conocí a un hombre que afirmaba que se sentiría absolutamente feliz si la administración de su edificio le cambiara las cañerías de desagüe…
Un sentimiento de vanidad me está inquietando: “¡ah —pensarán—, presume de ser un genio no reconocido!”
¡Pero no es así! ¡Es justamente lo contrario! Escuché cientos, miles de comentarios sobre mis relatos. Y nunca, en ningún grupo literario de Petersburgo, ni en el más mediocre ni en el más fantástico, me anunciaron como a un genio. Ni siquiera cuando llamaban así a Goretski y a Jaritonenko.
(Les explicaré: Goretski es el autor de una novela que consiste de nueve hojas de papel fotográfico velado. Y el protagonista de la novela más madura de Jaritonenko es un preservativo).
Hace trece años que empecé a escribir. Escribí una novela, siete relatos y cuatrocientos cuentos cortos. (¡A simple vista — más que Gógol!) Estoy convencido de que con Gógol tenemos los mismos derechos de autor. (Son diferentes las obligaciones.) Como mínimo —un derecho imprescriptible. El derecho de publicar lo escrito. Quiero decir— el derecho a la inmortalidad o al fracaso.
Entonces, ¿por qué mi más común, honesta y única inclinación es reprimida por las innumerables autoridades, personas, instituciones del gran estado?
Debo comprenderlo.
No voy a tomarme la molestia de mejorar la composición de mi escrito. Caóticamente, de manera larga y no muy clara trataré de exponer mi biografía “creativa”. Serán las aventuras de mis manuscritos. Retratos de los conocidos. Documentos… ¿Qué título le daré a todo esto — “Dossier”? ¿”Apuntes de un escritor”? ¿“Composición sobre tema libre”? ¿Acaso importa? Si el libro será invisible…
Detrás de la ventana se ven los techos de Leningrado, las antenas, el pálido cielo. Katia hace los deberes. La fox terrier Glafira, que parece un leño de abedul, está sentada junto a sus pies y piensa en mí.
Y delante de mí tengo una hoja de papel. Y yo atravieso esta blanca planicie nevada — solo.
Una hoja de papel — ¡la dicha y la maldición! Una hoja de papel — mi castigo…
Sin embargo, el prólogo se extendió demasiado. Comencemos. Aunque sea con esto.
…..
El primer crítico
Antes de la revolución, Agnia Frántsevna May fue venereóloga de la corte. Pasaron sesenta años. Agnia Frántsevna conservó para siempre el orgulloso aplomo cortesano y la rectitud de un médico clínico. Fue May quien le dijo al apoderado de nuestro edificio, el coronel Tijomírov, después que este le pisó la pata a su perrita faldera:
—¡Usted es una tremenda mierda, mi coronel, discúlpeme!
Tijomírov vivía enfrente, metido en una repugnante kommunalka a causa de su desinterés partidario. Él aspiraba al poder y odiaba a May por su origen aristocrático (el propio Tijomírov carecía de origen. Lo engendraron las directivas).
—¡Bruja! —tronaba él— ¡Fascista! ¡Ni a cagar me sentaría en el mismo banco que ella!…
La vieja levantaba la cabeza con un movimiento tan brusco, que su minúsculo medallón de oro salía volando:
—¿Acaso es tan gran honor cagar a su lado?
Las opacas plumas de su sombrero se estremecían coléricas… Para Tijomírov yo era demasiado refinado. Para May — desesperanzadamente vulgar. Pero contra Agnia Frántsevna tenía un arma fuerte: la cortesía. En tanto que a Tijomírov la cortesía lo ponía en guardia. Él sabía que la cortesía enmascaraba los vicios.
Una vez, yo estaba hablando por el teléfono de la kommunalka. Esa conversación irritaba tremendamente a Tijomírov por su exuberancia intelectual. Tijomírov pasó por el angosto corredor comunal diez veces. Tres veces fue al baño. Se preparó té. Lustró sus zapatos carentes de toda personalidad hasta sacarles un brillo polar. Hasta llevó su ciclomotor a la cocina, ida y vuelta.
Mientras tanto yo seguía conversando. Decía que Lev Tolstói era en realidad un pequeñoburgués. Que Dostoievski estaba ligado al postimpresionismo. Que en Balzac la apercepción era inorgánica. Que Liuda Fedoséienko había abortado. Que a la prosa norteamericana le faltaba el fermento cosmopolita…
Y Tijomírov no aguantó más.
Empujándome a propósito con su vientre playo, gritó:
—¡El escritor! ¡Mírenlo, al escritor! ¡Qué escritor! ¡Habría que fusilar a semejantes escritores!…
Si yo hubiese sabido entonces que ese grito del apoderado del edificio, debilitado por su sobrecarga mental, determinaría mi vida por largos años…
“¡Habría que fusilar a semejantes escritores!”
Parece que estoy cometiendo un error. Es necesaria cierta coherencia. Por ejemplo — cronológica.
El primer impulso literario —con eso voy a comenzar.
Fue en octubre de 1941. Bashkiria. La ciudad de Ufá, la evacuación, yo tenía tres semanas de vida.
En algún momento escribí sobre ese acontecimiento…
…..
EL DESTINO
Mi padre era el director de escena de un teatro dramático. Mi madre trabajaba de actriz en el mismo teatro. La guerra no los separó. Ellos se separaron mucho más tarde, cuando todo estaba bien…
Yo nací durante la evacuación, un cuatro de octubre. Pasaron tres semanas. Mi madre caminaba por el bulevar empujando el cochecito. Un hombre desconocido la detuvo.
Mi madre contó que su rostro era feo y triste. Pero lo más importante — era el rostro de una persona muy simple, como de un aldeano. Creo que además debe haber sido una cara muy significativa. No en vano mamá la recordó toda su vida.
Ese desconocido de civil parecía absolutamente sano.
—Discúlpeme —pronunció confuso pero decidido—, quisiera darle un pellizco a este niño.
Mamá se indignó.
—¡Lo nuevo! —dijo ella—, acaso también querrá pellizcarme a mí.
—No creo —la tranquilizó el desconocido.
Y luego agregó:
—Aunque un minuto atrás habría dudado antes de responder…
—Estamos en guerra —dijo mamá, ya no tan bruscamente—, ¡una guerra sagrada! Los hombres de verdad mueren en el frente bélico. Pero algunos pasean por el bulevar y hacen preguntas extrañas.
—Sí —asintió con tristeza el desconocido—, estamos en guerra. Ella está en el alma de cada uno de nosotros. Adiós.
Y agregó luego:
—Usted ha herido mi corazón.
Pasaron treinta y dos años. Y he aquí que estoy leyendo un artículo sobre Andréi Platónov. Resulta que Platónov vivió en Ufá. Es cierto que durante poco tiempo. Todo octubre de 1941. Y otra cosa — allí le sucedió una desgracia. Se le perdió la valija con todos sus manuscritos.
El hombre que quiso pellizcarme era Andréi Platónov.
Les conté a mis amigos sobre este encuentro. Personas melancólicas me dijeron que ese hombre pudo no haber sido Andréi Platónov. No son pocos los personajes enigmáticos que merodean por los bulevares…
¡Qué disparate! ¡En la historia contada hasta yo soy una figura indudable! ¡Y ni hablar de Andréi Platónov!
Pienso a menudo en el ladrón que robó la valija con los manuscritos. El ladrón seguramente se alegró al ver la valija de Platónov. Habría pensado que allí había una petaca con alcohol, una capa de cheviot y un gran pedazo de carne de vaca. Lo que encontró después era más fuerte que el alcohol, más valioso que la capa y más caro que toda la carne vacuna de nuestro planeta. Solo que el ladrón no lo sabía. Se ve que era un fracasado crónico. Quiso enriquecerse y se transformó en el propietario de una valija vacía. ¿Qué puede ser más lamentable?
El ratero debe haber tirado el manuscrito en alguna zanja, donde desapareció. Un manuscrito tirado en la zanja o abandonado en el cajón de un escritorio no se distingue de los diarios del año pasado.
No creo que Andréi Platónov haya lamentado demasiado la pérdida de su manuscrito. En estas ocasiones los verdaderos escritores reflexionan de la siguiente manera:
“Hasta quizás sea bueno que se perdieran mis manuscritos viejos, ellos eran muy imperfectos. Ahora estoy obligado a escribir de nuevo esos relatos, y serán mejores…”
¿Sucedió todo así, en realidad? ¿Acaso eso importa? Creo que vamos a prescindir de escribano. Mi alma exige que haya existido aquel encuentro. No en vano he soñado con la literatura desde mi niñez. Y he aquí que trataré de encontrar las palabras…
LA RESERVA NACIONAL PUSHKIN
La escritura de Dovlátov es mágica: sin proyectos, sin maniobras destempladas, nos va encantando. Profundamente verdadera, biográfica, una literatura autorreferencial, indisociable de su existencia. Dovlátov lo dijo mejor: Odio mi disponibilidad a afligirme por pequeñeces. Desfallezco de miedo ante la vida. Y, sin embargo, esto es lo único que me da esperanza. Lo único por lo cual debo agradecer al destino. Porque el resultado de todo es literatura. Y nos asombra con una obra simple que se basta en esa creencia literaria, como cuando cuenta cómo sufre, en La Reserva Nacional Pushkin.
LA MALETA
En el OVIR (departamento policial encargado de los trámites de salida al extranjero de los ciudadanos soviéticos), va aquella zorra y me dice: —Cada emigrante tiene derecho a tres maletas. [...]
No tenía sentido objetar. Pero, por supuesto, objeté.
—¡¿Solamente tres maletas?! ¡¿Y qué hace uno con sus cosas?!
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo, con mi colección de coches de carreras.
—Véndala —respondió de inmediato la funcionaria; y añadió, frunciendo levemente las cejas—: Si algo no le satisface, escriba una reclamación.
—Estoy satisfecho —le digo.
Después de la cárcel, todo me satisfacía.
—Entonces, compórtese correctamente…".
Finalmente al narrador-autor le bastará con una sola maleta. La única maleta que sacó de la URSS cuando decidió escapar y que contenía objetos inútiles en la opinión de cualquiera de nosotros y creo que de él mismo también. Una maleta además "de dimensiones más que modestas" ¿Cómo se abandona un país, una vida, con una sola maleta llena de objetos inservibles? ¿Cómo no llevarse un libro al menos, uno de esos libros que marcan al que lo lee y del que nunca querría deshacerse? El propio autor lo cuenta en el prólogo del libro. Los libros eran libros prohibidos que nunca hubieran pasado la aduana y le hubieran podido suponer algún problema. Los muebles se vendieron, regalaron o tiraron. Los manuscritos de sus obras... bueno, esos habían sido enviados ya a Occidente mucho antes, porque los libros del autor también serían libros prohibidos en la antigua Unión de todas las Repúblicas muy Socialistas y muy Soviéticas.
Cuatro años tardó Dovlátov en abrir la maleta, tan inútiles eran los objetos que guardaba. Ni en su primera parada de exiliado en Italia; ni en sus sucesivos domicilios en Nueva York tuvo necesidad de nada de lo que aquella exigua maleta contenía. Pero reconstruida la familia (su mujer con su hija había abandonado la URSS y se había instalado en Nueva York años antes), su hijo pequeño, nacido ya en el exilio, decidió sentarse sobre la maleta cuando su madre lo castigó a meterse en el armario.
"—¿Te dio miedo? —le pregunté—. ¿Lloraste?
—No —respondió—. Me senté sobre la maleta.
Entonces, saqué la maleta. Y la abrí.
Encima de todo había un buen traje cruzado [...] una camisa de popelín y unos zapatos, envueltos en papel. Más abajo, una chaqueta de pana forrada de piel sintética. A la izquierda, un gorro de invierno, de falsa nutria. Tres pares de calcetines finlandeses de crespón. Guantes de conductor. Y, finalmente, un cinturón militar de cuero".
Cada uno de esos ocho objetos constituirá un capítulo del libro y con cada uno de ellos, Serguei Dovlátov nos irá contando las vivencias asociadas, las que hicieron que el objeto en cuestión llegara a sus manos. Así lo veremos en distintas etapas de su vida y desempeñando los distintos trabajos que le ocuparon mientras vivió en San Petersburgo cuando aún se llamaba Leningrado o en la república de Komi.
Lo veremos de estudiante en la universidad, de redactor en distintos periódicos, de guardián en un campo de prisioneros; nos contará cómo conoció a su mujer Lena, cómo heredó la chaqueta manchada de pintura de Ferdinand Léger, cómo se quedó solo en la URSS cuando su mujer decidió emigrar a Estados Unidos. "Y yo decidí quedarme. Era difícil decir por qué había decidido quedarme. Obviamente, aún no había llegado a un límite fatal. Aún quería aprovechar oportunidades indefinidas. O quizá aspiraba inconscientemente a ser reprimido. Eso ocurre. El intelectual ruso que no ha estado en la cárcel no vale nada…".
Hacen su aparición el humor, la ironía, la autocrítica risueña y divertida que aprovecha para criticarlo todo. Toda la narración está llena de un fino sarcasmo, de un afán por reírse de todo y de todos, y de él mismo para empezar. Creo que lo hace como revulsivo, como una forma de desdramatizar, un recurso para poder contar episodios duros sin tener que gritar, porque la carcajada sustituye al grito, desahoga como un grito y ruge como el más brutal de los gritos. Pero además creo que lo hace porque no hay mayor y más despiadada crítica que la que va envuelta en una sonrisa cínica y socarrona. Se ríe de sí mismo y al hacerlo, se ríe de nosotros, se ríe del mundo y sobre todo se ríe de la burocracia, de la represión, de la cortedad de miras de un régimen autocomplaciente que solo decía la verdad cuando hablaba de los males y de las lacras del capitalismo. Es tan partidario de desdramatizar, de evitar la tragedia que llegó a decir "¡La mayor desgracia de mi vida ha sido la muerte de Anna Karénina!”.
Nos contará, con el peculiar sentido del humor con que se cuentan los desastres, la situación de su país que sufre males que vienen de muy atrás, que sufre males endémicos (que también lo son de otros lugares) que pasan del pueblo a los dirigentes y de los dirigentes al pueblo, con Zares o con Secretarios Generales.
"Hace doscientos años, el historiador Karamzin visitó Francia. Los emigrantes rusos le preguntaron: —En resumen, ¿qué ocurre en la patria?
Karamzin ni siquiera necesitó dos palabras.
—Roban —fue su respuesta…
En verdad, roban. Y cada año roban más.
De la sala de despiece se llevan cuartos de ternera. De la fábrica textil, la hilaza. De la fábrica de proyectores de cine, las lentes.
Se lo llevan todo: mosaicos, yeso, polietileno, motores eléctricos, pernos, tornillos, válvulas electrónicas, hilos, vidrio".
Serguei Dovlátov |
En "La maleta" se hace crítica como sin querer. No hay acritud en las palabras de Serguei Dovlátov. Cuenta lo que pasaba y ahí lo deja. Cuenta lo que le llevó a tener en el interior de su maleta una chaqueta de pana forrada de piel sintética o tres pares de calcetines finlandeses de crespón. Cuenta los hechos y los propios hechos hablan por sí mismos. Y él se ríe de los hechos.
En Nueva York, Dovlátov siguió escribiendo en ruso. Allí vivió doce años, desde que llegó en 1978 hasta que murió de forma repentina en 1990. Tenía 48 años y había encontrado su sitio “Creo que Nueva York es mi ciudad última, definitiva y final. Desde aquí, uno sólo puede huir a la Luna”.
"No lamento haber vivido en la pobreza. Si confiamos en lo que dice Hemingway, la pobreza es una escuela insustituible para el escritor. La pobreza hace perspicaz al hombre. Y cosas así.
Es curioso que Hemingway se diera cuenta de esto solo cuando se hizo rico…".
"La doctrina marxista-leninista encierra algo. Seguramente, dentro del hombre hay instintos sociales. Durante toda mi vida consciente sentí atracción por los decadentes: los pobres, los gamberros, los poetas novatos. En mil ocasiones hice amigos normales, pero nunca funcionó. Solo me sentía seguro en compañía de canallas, salvajes y esquizofrénicos".
Esas dos joyas en forma de palabras, junto a las prendas de ropa inútiles, están también ocultas en la maleta que Serguei Dovlátov se llevó de la URSS. Y también esta otra con la que termina la novela:
—Existe una razón para que cada libro, hasta los que no son muy serios, tenga la forma de una maleta".
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